Texto y criadero: Antonio Hurtado
Fotos: Miguel Mas
ERAN TIEMPOS PASADOS.
Lleno de añoranza, me acuden los recuerdos de mi ya lejana infancia. A los ojos de mi niñez, todo parecía más grande, más luminoso, los colores más vivos, la naturaleza bullía dentro de mí, las pasiones, los gustos y las aficiones comenzaban a vislumbrarse. La huerta de Murcia, con sus perfumes, lo envolvía todo; el azahar marcaba con fuerza una época, dominando sobre el resto; las sensaciones se multiplicaban; el color verde, con sus diversos y variados matices, enseñoreaba su dominio, marcando el contraste con un cielo azul, al que recuerdo intenso, brillante, luminoso y, sobre todo, limpio; en aquel tiempo la palabra polución era desconocida.
En este vergel, mi padre me daba a conocer la naturaleza, me enseñaba a vivirla y a respetarla. Su sensibilidad para con las diferentes manifestaciones de vida de nuestro entorno era especial; su parecer, ni mucho menos; lo compartía la opinión general, el concepto reinante se resumía en: “Pájaro que vuela, a la cazuela”.
A pesar de esta teoría, a los fringílidos se les respetaba. Las aves que pululaban por la huerta eran numerosas, sin fumigaciones masivas, con insecticidas mucho menos agresivos con el medio, con las aguas limpias no contaminadas, sin maquinaria mecánica ni contaminaciones acústicas y prácticamente pocos vehículos de tracción a motor, ya que la hierba de los huertos se eliminaba cavando con la azada. En aquel tiempo no se aplicaban los herbicidas, tan dañinos y perjudiciales para la flora y, por ampliación, para las aves, que se alimentan de sus semillas envenenadas. La explotación intensiva de cítricos dejaba espacio a otros cultivos de frutales, todo tipo de hortalizas, legumbres algodón, cáñamo, alfalfa, maíz, girasol, y un largo etc. Frutos de la tierra que permitían alimentarse a las personas y a los animales de los que se nutría el hombre; el medio era variado y rico en diversidad.
En todo este mundo idílico para mí, mi padre me hacía conocer, bajo una filosofía de respeto a la naturaleza, el mundo que nos rodeaba; abriendo al máximo los sentidos, recibía sus vivencias y explicaciones, marcando y dejando en mí un poso, el cual mantengo en la actualidad.
Recuerdo con alegría, como alzándome en el aire me enseñaba los nidos de verdecillos y verderones, también de jilgueros, más escasos pero bellísimos, auténticas obras de arte, prácticamente de color blanco, construidos de forma magistral, con el algodón que en aquella época se cultivaba en la huerta de Alquerías, mi pueblo natal.
La diversidad era notable, una amplia y variada cantidad de aves anidaban en la huerta; los mirlos, con canto melodioso y potente y a la vez, con una nota de alarma estridente, confeccionaban sus nidos voluminosos, forrados de barro y muy fáciles de localizar por la chiquillería; alcaudones comunes, defensores de sus nidos y peligrosos depredadores; carboneros comunes, grandes constructores, con nidos de forma esférica y con un orificio de entrada en la parte superior, ubicados en árboles de gran porte, y en lo más alto, insectívoros diversos y una interminable lista sin clasificar.
En todo este mundo de vida, la huerta, con su clima templado, generosa en naturaleza, con una primavera espléndida, facilita un vivir placentero, incitando al mundo vivo a la reproducción y, en especial, a las aves, que encuentran en éste, el lugar ideal para reproducirse.
De todos ellos, recuerdo con intensidad al verderón común, pájaro con porte, fuerte, apasionado y robusto, gran amante de sus crías, con canto potente y sonoro; trabajador incansable para su prole, cría con solicitud y amor nidadas de hasta ocho pichones, incansable en la recolección de alimentos, con los que nutrir a sus pequeños; dominante en su territorio, defiende su perímetro de cría con gran pasión.
Pasados unos años, con la afición fuertemente interiorizada, la pandilla de amigos, críos, en definitiva, en ocasiones, empleábamos parte de nuestro tiempo libre en recorrer la huerta, localizando nidos; los de verderón, numerosos, de verdecillos bastantes, y los menos, de jilgueros. Este último nido era para nosotros el gran premio: apreciábamos a los jilgueros por su canto, diversidad de colores y por su buena adaptación a la cautividad.
Por estos motivos, en ocasiones, el nido de jilguero, con sus pequeños, cuando éstos estaban a punto de saltar del nido (los llamábamos “volantones”) eran introducidos en una pequeña jaula, la cual podía ser trasladada de árbol en árbol hasta el lugar adecuado, dejando que los padres continuaran alimentándolos, hasta que por si solos los noveles se alimentaban con el grano, generalmente alpiste, que previamente habíamos depositado en el comedero correspondiente. El sistema se demostraba eficaz, los pichones aceptaban con suma facilidad la cautividad, no existían bajas, se adaptaban a la presencia humana, cantando los machos con presteza y calidad.
Los machos de Verderón, por su robustez y resistencia, su color intenso, sobresalían en la huerta por la fuerza del lipocromo amarillo, poseyendo una tonalidad verde brillante muy marcada y un canto fuerte y variado; se hacían merecedores del aprecio, por lo que, MUTACIONES también a algún nido de los que conocíamos la calidad del canto del padre, le aplicábamos el mismo sistema de adaptación al cautiverio. Recuerdo un macho en especial, “Crispi”, así le llamábamos en casa, el cual destacaba por la amplitud del repertorio de su canto, con trinos bellos y variados, aprendidos externamente; variaciones y melodías propias del ruiseñor, que había memorizado en las noches cálidas y silenciosas de la huerta; en nuestro entorno, y en aquellos tiempos, los melodiosos y potentes cantos de los ruiseñores sobresalían, dominando los rumores de la noche.
Con tantas experiencias acumuladas concluí que el verderón construía preferentemente su nido en el centro del naranjo, en una bifurcación de alguna rama con porte; al jilguero había que localizarlo en la parte más alta, sobre ramas sutiles, mientras que el verdecillo prefería mimetizar su nido entre las ramas más periféricas, con profusión de hojas y a una altura menor. También utilizaba el verderón, para construir su nido, el chopo, árbol que crece al borde de los canales de riego, que se desarrollan rectos, y podados anualmente hasta el tronco, para su aprovechamiento vegetal, permitían que a principios del mes de febrero, surgieran con fuerza gran cantidad de hojas, creando un ambiente ideal para disimular la existencia del nido, logrando de esta manera enfrascarlo en el contorno del chopo, disimulándolo al máximo, haciendo muy difícil su localización y, en el caso de descubrirlo, hacer imposible su depredación para los animales terrestres, incluidos los cachorros del hombre, ya que los chiquillos teníamos la obligación de realizar una difícil y peligrosa escalada.
Alguna que otra pierna o brazo roto atestiguan esta afirmación. El peligro de ser depredados por el aire no existía, puesto que las urracas, principal enemigo de los huevos y polluelos en el nido, no existían, estaban controladas por sus depredadores naturales, los azores y halcones, que en aquel tiempo se hacían notar con majestuoso vuelo.
Con respecto a las urracas, y según observaciones que vengo realizando en los últimos años, en diversas zonas de la huerta mediterránea e incluso en el secano del interior, y seguramente a causa de la desaparición de sus depredadores naturales, han proliferado tanto que, en la actualidad, son las principales responsables de la eliminación de los fringílidos en zonas muy extensas, en donde hace algunos años eran abundantes. Estas avecillas, en su afán por huir de la depredación por las urracas, se han adaptado al centro de las grandes ciudades para anidar, con alimento escaso, pero en donde se sienten más seguras. Aún y así, las urracas están presentes, les siguen como una maldición, son tantas que en la ciudad donde yo habito, las aves que más se hacen notar, si exceptuamos las palomas, son las urracas, que con sus graznidos, y posadas en las mejores MUTACIONES atalayas, amedrentan a los pobres fringílidos.
Las vivencias fueron muchas y las recuerdo con la alegría del camino realizado. Las aves anidaron en mis aficiones y, en el correr de los años, siempre me acompañaron. Era norma ya aceptada que siendo un niño y en nuestros diversos traslados de domicilio familiar, siempre me acompañara algún canario, jilguero o verderón; en la familia, se respetaba mi afición. A pesar de mi corta edad, cuidaba y no abandonaba mis pequeñas joyas; el tesón y la pasión iban de la mano.
He intentado en diversas ocasiones retirarme una temporada, nunca lo conseguí. Críe canarios siempre, pero mis correrías juveniles me marcaron con fuerza, por lo que cuando fue posible, comencé a criar aves silvestres, las que dominaban sobre las demás. Esta experiencia me condujo directamente a los indígenas mutados; partiendo de estos, un día inicié la cría y selección del Verderón negro bruno pastel alas grises.
Todo comienza en una exposición de canarios que se celebra en Badalona. Un comerciante de aves de la ciudad tenía a la venta una cantidad apreciable de canarios y otras aves de jaula y, en solitario, en una jaula tenía alojada una hembra de verderón de captura mutada. Personalmente, yo no había pasado por el estand donde exponía dicho comerciante, razones de otra índole me retenían en mis menesteres; pero un gran amigo mío, Fabio Braga, la localiza y me informa que, según él, era pastel y que podíamos esperar para intentar conseguir que bajara el precio. Pero yo, con la fiebre en los talones, no pude esperar y, sin dilación, me aproximé al lugar. Al llegar, y con pesar, pues podía perderla, me encontré con otro aficionado interesado, el cual la estaba examinando. Según mi parecer era un experto, por lo que la di por perdida.
Sabía que la mutación pastel en el verderón común no estaba fijada, no existía, podía ser una joya única con la cual trabajar, y yo, en la distancia, le estaba viendo la dilución, las perlaturas tan características en las alas y cola. En definitiva, era un pastel con sus ocelos diluidos, que se veían a simple vista. Desanimado, simplemente esperaba a que la adquiriera y ser el testigo de mi propia decepción. Pero he aquí la sorpresa, le escucho decir al, para mí, ya cierto comprador, que la hembra en cuestión era bruna y de poca calidad. Renació en aquel momento una cierta esperanza; seguía pensando que al final se daría cuenta de lo equivocado de su opinión. Pero no, se apartó e indicó que no le interesaba. En ese mismo momento, y sin darle más vueltas al asunto, la adquirí.
A partir de ese instante, y con una gran ilusión, comenzó para mí una nueva, larga y complicada tarea; puse todo mi empeño en lograr su reproducción en cautividad.
Siendo de captura reciente y presentando un estrés excesivo, me propuse dos objetivos iniciales: conservarla en buen estado de salud y amansarla lo más rápido posible, para lo cual la introduje en una jaula de canto de las tradicionales en Cataluña, de dimensiones reducidas y ésta envuelta en una funda de tela, la cual permite que la luz penetre dentro y, a la vez, que el pájaro se sienta seguro en su interior. De esta manera la trasladaba de un lugar para otro, cambiando en lo posible el ambiente, situándola en los lugares más concurridos y ruidosos. Con esta técnica y frecuentes baños, poco a poco logré su adaptación a la pequeña jaula y que la presencia humana no le alterase.
Acabando marzo del año siguiente, la alojé en una voladera al exterior, de dimensiones 80 cm de profundidad, 200 cm de altura y 180 cm de anchura. En el interior de la voladera había plantado dos cipreses y a 40 cm del suelo situé una red metálica, realizando la función de rejilla.
La hembra en cuestión aceptó rápidamente al macho verderón que le puse de pareja. Era un macho negro bruno ancestral, gran cantor y muy dominante, el cual marcaba su territorio, cantando sin cesar, persiguiéndola y portando filamentos de sisal, yute y pelo a los dos nidos artificiales que había camuflado en el interior de cada uno de los cipreses. Pero la hembra se negó a construir el nido; por fortuna, puso algunos huevos en el fondo de la rejilla, la cual había cubierto, después de la primera experiencia de rotura, con una tela acolchada, evitando que el resto se siguieran rompiendo. Los huevos que logré salvar, los situé en los nidos de las mejores parejas de canarios que tenía en el criadero, aquellos que habían demostrado con creces su valía como reproductores. Al final, “la gloria”. Conseguí cuatro huevos fecundos, de los que eclosionaron otros tantos pichones, que llegaron a buen puerto: tres machos y una hembra, todos ellos negros brunos ancestrales, sin presentar traza alguna de dilución.
Finalizada la estación reproductora, perdí uno de los machos, con lo que, para la siguiente temporada, contaba con la madre, los dos machos y su hermana. No conocía si se transmitía como mutación, ni cómo se manifestaba genéticamente, en el caso de que fuera hereditaria. Para comprobarlo y se diera a conocer, planeé acoplar la madre y un hijo, él más fuerte, y los dos hermanos que restaban entre ellos.
En la siguiente temporada, los emparejé tal como había proyectado, pero a pesar del ardor demostrado por el macho, la madre no aceptó a su hijo y, como en el año anterior, todos los huevos fueron puestos en el fondo de la rejilla, de los cuales no fue fecundado ninguno; la otra pareja, formada por los dos hermanos, no tuvo mucha más fortuna.
De dos nidadas de tres huevos cada una, todos ellos fecundos, conseguí que saliera adelante un solo pichón, el cual se manifestó como macho negro bruno sin dilución. Ahora bien, “eureka”, apareció la luz: de los cinco pichones que no sobrevivieron, dos de ellos eran sensiblemente diferentes, presentaban una dilución acentuada y, en los cañones de las plumas remeras y timoneras, se les notaba el apastelamiento que presenta la dilución del negro, demostrando ser una mutación que se transmitía a la prole de forma recesiva y había muchas posibilidades de que fuera ligada al sexo.
A la tercera va la vencida y en el tercer año de cría, por fortuna, la suerte se manifestó.
Comencé emparejando a la madre de captura mutada con el macho ancestral de la primera temporada, que se acoplaron a la perfección. La hembra construyó dos nidos perfectos, puso y empapuzó a sus crías con la ejemplar colaboración del macho. Resultado, cuatro hembras y tres machos, todos ellos negros brunos ancestrales sin dilución. Si mi teoría era cierta, los machos tenían que ser portadores de pastel y las hembras, ancestrales, sin más. Y al año siguiente reproductivo demostraron ser portadores de pastel.
Pues bien, la teoría quedó confirmada, puesto que de las otras dos parejas formadas, una por los dos hermanos del primer año, hijos de la hembra de captura mutada, y la otra por el hijo restante y una hembra bruna que había demostrado la temporada anterior ser una excelente madre, partió definitivamente la certeza; la mutación se manifestaba ligada al sexo y recesiva, puesto que de todos los pichones obtenidos conseguí sólo hembras que manifestaran la dilución y todos los machos fueron ancestrales.
En base a mi experiencia con esta nueva mutación y a fin de que pueda servir como información, indicaré que el pastel alas grises es un factor de dilución acumulativo y a la vez cualitativo, produciendo en algunos ejemplares dilución de poca intensidad. Para un inexperto en esta mutación, a primera vista pueden dar la impresión de no poseer la mutación, pero un examen con más atención pone de manifiesto su dilución, sobre todo si se compara con un negro bruno ancestral puro, el cual no porte ninguna otra mutación. Al segundo año de vida de estos ejemplares poco diluidos, se manifiesta con mayor intensidad, demostrando su dilución. Otra peculiaridad es que algún ejemplar portador pueda dar la impresión de ser pastel: la potencia de la dilución en este sujeto en particular es tan fuerte, que es el caso contrario al descrito anteriormente.
Los machos portadores, en general y a ojos de un buen observador con tablas en el comportamiento de la mutación, ya dan señales de portar la mutación; son señales apenas visibles, pero no suelen fallar.
Siendo un factor que acumula dilución, produce en algunos ejemplares, machos y hembras, una dilución tan acentuada, que las timoneras y remeras de la cola y alas parecen casi blancas, más visibles en las plumas de los machos, por la ausencia o menor cantidad de feomelanina bruna. En estos casos y cuando se manifiesta de esta forma tan cuantitativa, produce el efecto de eliminar los atractivos ocelos de dilución, tan característicos en esta mutación. Con los mismos padres y en la misma nidada se pueden producir los efectos descritos.Siendo un factor acumulativo, si apareamos más dilución con más dilución, conseguimos alas blancas.
Una de las características a resaltar de esta nueva mutación es la capacidad que tiene para diluir la melanina negra, que en algunos ejemplares prácticamente desaparece, produciendo el efecto contrario en la bruna, la cual respeta. Pero al desaparecer la melanina negra, no enmascara a la bruna, con lo que esta última sale a relucir con todo su esplendor, produciendo sujetos que fenotípicamente pueden parecer brunos, en especial en las hembras, ya que genéticamente están mucho más cargadas de bruno.
Hasta la fecha, la mutación ha sido fijada en los ejemplares negros brunos ancestrales (verdes) y en la mutación bruna, así como en la topacio, confiando que con el tiempo podremos fijarla a las otras mutaciones existentes en el Verderón.
Para finalizar con la experiencia sobre la mutación en cuestión, indicaré brevemente dos comprobaciones realizadas: acoplando macho verderón pastel alas grises con canaria pastel alas grises verde intensa (negro bruna), de todos los híbridos obtenidos, sólo las hembras manifestaron la dilución pastel. De otro acoplamiento realizado entre el macho verderón pastel descrito y una hembra verderona ágata pastel de origen belga, nacieron tres machos verdes ancestrales, sin traza alguna de dilución, y dos hembras verdes pastel alas grises (negras brunas ancestrales), con las características perlaturas del pastel bien marcadas en timoneras y remeras y un apastelamiento general en la melanina negra, resaltando el bruno por la ausencia del negro. De estos acoplamientos deducimos claramente que la mutación es ligada al sexo y recesiva y, por otra parte, la hembra ágata mutada de origen belga o es otro tipo de pastel o bien la definición como pastel no es correcta. Y también que en principio no es la misma mutación que posee el canario o que a nivel genético se comporta de forma diversa.
De cara al futuro, se abre un largo e interesante camino, una intensa labor a realizar sobre esta nueva mutación española. Confío en que otros especialistas con experiencia muestren su interés en ella y entre todos consigamos la máxima expresión de su belleza, para gozo y disfrute de los amantes de la reproducción de las aves.
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